El estrés se manifiesta como una reacción tanto física como mental frente a estímulos externos, como responsabilidades abrumadoras o enfermedades. Estos estímulos, o estresores, pueden ser eventos únicos o a corto plazo, así como situaciones prolongadas.
Cuando se percibe una amenaza, el hipotálamo, situado en la base del cerebro, activa un sistema de alerta en el cuerpo. Por ejemplo, al encontrarse con un perro grande que ladra durante una caminata matutina. Este sistema, a través de señales nerviosas y hormonales, estimula las glándulas suprarrenales para liberar hormonas como la adrenalina y el cortisol.
La adrenalina aumenta la frecuencia cardíaca, la presión arterial y proporciona energía adicional. Por otro lado, el cortisol, la principal hormona del estrés, eleva los niveles de glucosa en sangre, mejora su uso en el cerebro y aumenta las sustancias corporales que reparan los tejidos. Además, el cortisol reduce las funciones no esenciales en situaciones de lucha o huida, como las del sistema inmunitario, digestivo y reproductivo, así como los procesos de crecimiento. Este sistema también se comunica con las áreas cerebrales relacionadas con el estado de ánimo, la motivación y el miedo.
Normalmente, el sistema de respuesta al estrés del cuerpo se regula por sí mismo. Una vez que desaparece la amenaza percibida, las hormonas vuelven a niveles normales y los sistemas del cuerpo se estabilizan. Sin embargo, cuando el estrés persiste y se siente una constante sensación de ataque, la reacción de alerta permanece activa.
La activación prolongada del sistema de respuesta al estrés y la exposición excesiva al cortisol y otras hormonas pueden afectar negativamente casi todos los procesos del cuerpo. Esto puede aumentar el riesgo de una variedad de problemas de salud, como ansiedad, depresión, trastornos digestivos, dolores de cabeza, tensión muscular, enfermedades cardíacas, problemas de sueño, aumento de peso y dificultades de memoria y concentración.
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